M. es la de
siempre, pensó. Con sus callecitas estrechas y la ropa colgada que oficia de
techo goteante, con las comadres asomadas a los balcones impúdicos, sin más que
hacer que mirar con desdén a los que pasan. Hablando fuerte, casi a voces, respondiendo
con risotadas a la vecina del frente como si los de abajo no existiéramos,
pensó, o como si les importáramos un carajo, o si nos estuvieran desafiando.
Vaya, pero qué valiente somos desde los balcones. Lástima que en batalla corramos
como liebres.
El aire de
mar le da de lleno al doblar una esquina. Ese olor inconfundible, que tanto
había añorado en sus trece años, ocho meses y catorce días de mazmorras. El
pescado podrido, las especias de los tenderos de la calle (¡la canela, ah!, ¡la
canela!) el orín de los rincones... Las prostitutas que salían de sus
escondrijos cuando el sol entraba... M., esta ciudad donde se reza y se mata
con el mismo celo, y luego todos se emborrachan en las tabernas con el mismo
vino. Ah, pero cómo te conoceré, M. y la
puta madre... pensó, mientras caminaba sin brújula ni propósito.
Pero qué
habrá sido de mi mujer, de esa que tanto me amaba, se dijo. Estuve en la
cárcel, no tuve lepra... Pero no tuvo ánimo para ir a buscarla. De encontrarla
con otro. De confirmar que la necesidad pesa más que el amor, y el hambre más
que las caricias. No. No hoy. Hoy estoy vivo, y afuera. Hoy es para lo que me
juré hacer si sobrevivía a esos animales. Para lo que me mantuve vivo. Respiró
hondo y pudo distinguir la albahaca, el romero, además de la canela, ocultas
entre sus pliegues.
El recuerdo
de su abuelo le vino junto con los aromas. El también había estado preso, casi
por los mismos motivos. El también había amado sus olivos, criado hijos y rasgado
un violín, luego de haber trabajado todo el día bajo el sol esa tierra ingrata.
Parecía que se iba a desintegrar en esas manos enormes y nudosas, pero en
cambio salía una melodía que era tosca y áspera, como esas manos, pensó. Pero
el viejo la ejecutaba con un fervor, con una cara y un sentimiento... Cerraba
los ojos, y cuando los abría le brillaban. El corrillo de chicos que se armaba
terminaban aplaudiendo más a esos ojos diáfanos que a su melodía, que siempre
era la misma.
Yo también
tuve un violín, pensó. Llegué a tocar mucho mejor que mi abuelo, pero nunca me
aplaudieron los niños como a él. Bah, pero qué saben los críos de música...
El sol ya
está sobre el poniente. Lo adivina porque las viejas también se apagan, y huele
a leña de los fogones. Los hombres vuelven del campo, y las vacas a los
corrales. Y a todos los aromas se suman el de sus heces.
Debería
buscarle y terminar hoy esta historia, piensa. Los que le han visto en el
pueblo lo saludan tocándose el sombrero, pero ninguno es efusivo. Saben para
qué está, para qué ha vuelto. Él también lo sabe, ya estará sobre aviso.
Comienza a
correr desde Levante una brisa fresca. Se arrebuja en su capa, su vieja capa
que todavía guarda la humedad de las paredes de piedra y el orín de rata.
Debería terminar todo esto hoy, piensa, acabar con todo.
Y luego
siente el dolor en los huesos, y la tos que le ahoga. Fueron muchos años y
mucho frío. Se lleva el pañuelo a la boca y allí está la sangre, cada vez más
roja. Ya es demasiada sangre, piensa.
Quién sabe si todo esto habrá valido la
pena. Para qué más huérfanos.
Eres un
cobarde, le dice su abuelo entre la niebla. Se ve que estos años te hicieron mella,
arrusu, acota su abuela.
Camina entre
la bruma. No recordaba que la hubiera en su pueblo siciliano. Pero trece años,
ocho meses y catorce días de cárcel cambian mucho a los pueblos...
¡Vendetta!,
le reprochan todos los rostros, las viejas de los balcones y hasta la ropa que
cuelga y gotea sangre.
Necesito ese
vino, se dice. Y entra a la taberna del pueblo, la única, la de siempre, la de
aquella noche.
Pero no es
la misma. Casi no la reconoce. Está llena, pero de gente que desconoce. Y allí,
en el fondo, deslumbrando a los niños con un violín desvencijado, está su alma.